Tenia seis años cuando corría por entre las tumbas
de tierra que marcaban como pequeños montículos
alargados los lugares donde yacían los cuerpos sin
vida dentro de sencillos ataúdes de madera de un
humilde cementerio. Uno de ellos era el de su madre
que hacia ya dos años que su cuerpo ocupaba aquel
lugar físico, aunque no en la memoria de quienes la
querían.
Aquel día de todos los santos fue diferente, por primera
vez pudo mirar de cerca al hombre del cual solo conocia
su apellido. Milésimas de segundo obraron a favor de
aquel encuentro, bien pudieron sus abuelos haberla llevado
aquel día cinco minutos mas tarde, bien pudo aquel hombre
haber visitado otros lugares primero, pero allí estaban
frente a frente, presente y pasado mirándose a los ojos, tal vez,
por primera y única vez.
A sus cortos seis añitos solo recordaba una historia ambigua
que su madre un día le relato sobre su origen y aparición
en este mundo. También estaban los relatos de sufrimiento,
desengaño y confusión que aportaban sus abuelos al respecto.
Pero aquel día no había dudas era él, el hombre lejano que nunca
tenía cara en sus sueños y pesadillas de niña. Llena de asombro,
curiosidad e inocencia dio cada paso hasta su presencia y en un
hondo suspiro un hola temeroso salio de sus labios, una mirada
un tanto cómplice pero envuelta en indiferencia corto de súbito
las esperanzas que palpitaban en un pequeño corazón de seis años,
nada en su trato hizo que aquella niña se sintiera reconocida y abrazada.
El adiós vino tan pronto como el silencio de años y años en los que
nunca volvió a voltear la pagina de aquel recuerdo que tornose ambiguo
como la historia de su llegada a este mundo.
Aunque los años le han hecho comprender que lo importante no es
el por qué sino el para qué.